La diosa del ladrillo

viernes, 26 de febrero de 2016

18. Entierro vaginal: Boda individual (La diosa del ladrillo, editorial Dauro)

18. Entierro vaginal: Boda individual
     La marabunta se dividió en dos apretujadas líneas de chicas que abrían paso a la entrada de la limusina, detenida en medio de la explanada. La tarde era plácida y primaveral, con una temperatura cálida que auguraba la llegada del verano. Unos tímidos rayos de sol seguían acariciando las copas nevadas de Sierra Nevada, a la espalda de la blanca ermita, que parecían de terciopelo dorado. Dos señoras mayores, encargadas de las tareas de mantenimiento de la ermita, rápidamente tendieron una alfombra rosa desde el pórtico del edificio hasta la limusina. Las chicas prorrumpieron en emocionados aplausos. El Profesor y el Zanahorio, encorbatados con sendos trajes blancos y zapatones de charol blancos y negros, inmediata- mente rodearon la limusina para abrir las puertas a ambos lados. Se produjo un sonoro murmullo cuando el Zanahorio, al comprobar que por su lado salía doña Rita, rápidamente se dio la vuelta para ocupar la puerta del Profesor que, tras unos segundos de desconcierto, comprendió la actitud del Zanahorio y accedió a cambiarle el puesto. El Zanahorio se arrodilló e inclinó la cabeza extendiendo ambos brazos con las palmas de sus enormes manos abiertas hacia Bárbara, que salió radiante, con un largo vestido de novia blanco, y con un profundo escote trasero que le dejaba totalmente al descubierto la espalda. Bárbara dio un paso hacia delante, aferrándose con firmeza a las manazas del Zanahorio, que seguía arrodillado como devoto feligrés ante su viva y amada virgen. 
     Carla y Valentina, elegantemente ataviadas con vestidos y sombreros morados, eran las madrinas de una ceremonia que, aunque no era reconocida oficialmente por la Iglesia, el viejo don Lucas, considerado en la curia como un caso aparte por su particular interpretación de sacramentos como el matrimonio, estaba dispuesto a oficiar, burlando una vez más las normas eclesiásticas para imponer las suyas. Don Lucas había sido apartado por la curia definitivamente del ministerio eclesiástico hacía veinte años, cuando sin el consentimiento del obispo se había atrevido a casar a una pareja de homosexuales. Desde entonces lo tomaron por loco y, para evitar futuros casos similares de desobediencia y herejía, lo apartaron de su parro- quia e intentaron contentarlo con un puesto de profesor de religión en el instituto de bachillerato de un barrio conflictivo y marginal, donde había disfrutado como un enano hasta su jubilación, hacía dos años. Desde entonces, era vox populi que el viejo don Lucas casaba en iglesias de pueblos retirados, en viejas ermitas, en embarcaciones en alta mar, y hasta en campo abierto a la luz de la luna llena, a las parejas más inverosímiles, imposibles y sacrílegas para la santa iglesia. La lista de homosexuales, lesbianas, divorciados y casados que don Lucas llevaba casando, de toda España, se había disparado exponencialmente en los últimos dos años, desde que abandonara las tareas docentes para dedicarse, según él, a su más importante misión cristiana: «El casamiento cristiano de los imposibles». Y el de Bárbara no podía ser ni más ni menos imposible para un don Lucas que, se encontraba ante un nuevo reto en su carrera de ministro de la fe, la celebración de una boda individual (pág. 436). 

martes, 23 de febrero de 2016

17. Fantasía de fogueo (La diosa del ladrillo, editorial Dauro)

17. Fantasía de fogueo
Se acercaba el mes de abril de 2008. Empezaba a oler a azahar, a cirio y a Semana Santa. Las primeras terrazas de verano comenzaban a abrir las puertas en los pueblos del cinturón de la capital. Bárbara conocía, desde su primera etapa de novia del Paquitín, las correrías anteriores de este por los pubs de las afueras engatusando con su primer BMW Z3 descapotable a las inocentes chicas de pueblo a las que él solía declararles amor eterno y prometerles matrimonio para acabar desvirgándolas en el asiento trasero del coche, y entonces desvanecerse para siempre de sus vidas. Todas estas aventuras y correrías se las contaba a Bárbara en su momento como auténticas proezas de las que se sentía terriblemente orgulloso. Bárbara trataba de recordar todas y cada una de estas historias, como la de aquella chica indefensa de un pueblo, huérfana al cuidado de su abuela, con la que necesitó casi un año para ganarse su confianza hasta poderle arrebatar la virginidad. En castigo por haberle hecho esperar todo ese tiempo, el Paquitín, confabulado con tres amigos desalmados, simuló un atraco en pleno campo, rodeados de chopos, en la oscuridad y el secreto de la noche. Los tres chicos la violaron y finalmente la abandonaron atada a un largo chopo toda la noche, hasta que el Paquitín, al alba, volvió a aparecer para fingir rescatarla. Nuria, que era como se llamaba, no denunció nada por miedo y por vergüenza. Él la dejó en la puerta de su casa, tirada, llamándola «puta», por no haberse resistido a ser violada. Al día siguiente, por la mañana, a Nuria la encontró su anciana abuela en el granero de su decrépita casa, ahor- cada. Bárbara no sabía si esta historia era verdadera o una de sus tantas mentiras. En su momento buscó la noticia en la hemeroteca del periódico local, haciendo un ligero rastreo sin éxito. Fuera verdad o mentira, ella creía al Paquitín capaz de semejante ruindad, y tanto si había cometido ese delito como si no, el simple hecho de habérselo contado con tal morbosidad, lo convertía ante Bárbara en el protagonista de un engaño, de una violación múltiple y en el instigador de un suicidio aun cuando todo hubiera sido simplemente fruto de su enferma y pervertida imaginación. Para Bárbara el mal y el daño no estaban sólo en los actos, también en los pensamientos. Bárbara acababa de encontrar la ocasión de convertir ahora al Paquitín en el relevo de Nuria en el olmo. 

sábado, 13 de febrero de 2016

16. De Granada a Bucaramanga (La diosa del ladrillo, editorial Dauro)

16. De Granada a Bucaramanga

     —¡So putón! Me has costado doscientos dólares —le gritó ante la total indiferencia de Valentina, que permanecía sumida en una especie de profundo trance, en ocasiones con los ojos levemente entornados.     
     El Moi se acercó al ventanal con sigilo, como quien espera sorprender a alguien en el balcón. Tras abrir la puerta corredera y comprobar la penumbrosa soledad de la terraza, volvió a cerrarla precipitadamente, esmerándose en correr las cortinas hasta tapar por completo los enormes ventanales. Inmediatamente procedió a comprobar la iluminación de la habitación, apagando y encendiendo los distintos sectores de luces. Finalmente decidió dejarlos encendidos todos a la máxima potencia, incluso la luz del cuarto de baño, que con la puerta abierta despedía hacia la habitación un importante chorro de luz extra. Acto seguido comenzó a desnudar a Valentina. No le llevó ni un minuto despojarla de su liviano y corto vestido de noche amarillo. La hermosa vista que tenía ante sí le hizo detenerse unos minutos en una especie de éxtasis contemplativo. De pronto, rápidamente, como un poseso, echó mano de su móvil y empezó a fotografiar planos de detalle de sus voluminosos pechos, guarnecidos por un bello sujetador de encaje blanco, y de su vientre y pubis delineado elegantemente por un coulotte de encaje a juego con el sujetador. Tras dar por terminada su sesión fotográfica, empezó a desnudarse rápida- mente, tirando la ropa indiscriminadamente por la habitación y, con el pulso muy tembloroso, comenzó a masturbarse encima de ella. Cuando parecía estar a punto de eyacular, detuvo en seco su actuación onanista para proceder a acabar de desnudarla por completo. Acto seguido, colocó su teléfono móvil de última generación en el escritorio que había frente a la cama y, tras encontrar el ángulo de visión que mejor podía captar toda la cama en un amplio plano de conjunto, pulsó el botón de grabación de vídeo. Inmediatamente posó ante la cámara del móvil como habitual presentador y actor de uno de los numerosos shows que acostumbraba a grabarse con chicas previo pago. En esta ocasión, como era habitual en él, quería aparentar que se trataba de una conquista más. Así que empezó a actuar y a hablar como si Valentina lo escuchara y formara parte, voluntariamente, del espectáculo pornográfico:page404image3976 page404image4136 page404image4296
     —Bueno, nena, aquí me tienes listo para darte mandanga y enseñarte lo que es bueno —aseguró con una sonrisa forzada, mientras se empinaba con dificultad para mostrar ante la cámara la potente erección provocada por la pastilla de viagra que hacía una hora se había tomado disimuladamente durante la cena. Su micropene no parecía tan pequeño desde que hacía unos años una prostituta china le aconsejó mantener siempre la zona genital bien rasurada. Desde entonces, el Moi se sentía un poco más hombre.
     No eran aún las doce de la noche y el Moi tenía, según sus cálculos, unas cinco horas más por delante para disfrutar los efectos de la escopolamina en Valentina y los del viagra en su miembro viril. El Moi sometió a Valentina a una inten- siva y feroz violación de casi cinco horas, llegando incluso a sodomizarla. Tan sólo la dejó descansar durante los escasos treinta minutos que necesitó, en plena faena, para una nueva sesión de fotos y para un breve descanso en el que se dio una ducha de agua fría y pidió a la recepción del hotel que le subieran dos tónicas y una hamburguesa doble de queso para reponer fuerzas. De todo ello dejó constancia en las tres grabaciones que necesitó para filmar por completo su conquista sexual. Llegó a usar hasta tres tarjetas de memoria externa en su móvil para no dejar escapar el más mínimo detalle de su gesta, que dejó como recuerdo en el cuerpo de Valentina un salvaje desgarro anal. El Moi se marchó a la habitación de ella sin importarle lo más mínimo su maltrecho estado físico. 

sábado, 6 de febrero de 2016

15. La membrana de la trama (La diosa del ladrillo, editorial Dauro)

15. La membrana de la trama 


El Moi, tras levantarse y propinarle dos sonoros y pegajosos besos, buscando sin éxito la proximidad de su boca, con manoseo incluido por la cintura y las caderas, se había pegado a Bárbara como una lapa y no parecía mostrar el más mínimo interés de volverse a sentar. Con el pretexto de piropear sus encantos, y sin importarle para nada la presencia de su nueva novia, se tomó casi un minuto intentando desesperadamente sobar el cuerpo de Bárbara, que, descolocada y desconcertada, era incapaz de quitárselo de encima. La joven novia ni siquiera los miraba, parecía abstraída, ajena a todo, con la mirada únicamente puesta en el seboso Barrabás, que, tumbado boca arriba en su regazo, disfrutaba de sus arrumacos y caricias. Bárbara, que por unos instantes parecía una muñeca gigante en manos de un chimpancé, se dejó caer encima de él, desplegando sus turgentes y voluminosos pechos a la altura de su arrugada boca, con ánimo de abrazarlo, inesperada reacción que hizo que éste retrocediera rápidamente, confundido y asustado, volviendo a tomar asiento. «Dime de qué presumes y te diré de qué careces», se dijo Bárbara conforme iba acercándose a la mesa, con la mirada altiva y escrutadora sobre su desconcertado y asustadizo invitado.
—Esta es rusa —espetó el Moi, visiblemente nervioso, señalando a la chica—. La he traído para distraerla y que así conozca Granada.

—¿Tendrá nombre no? —preguntó Bárbara.

—Sí, claro, se llama Galina.

—¿Gallina? —inquirió doña Rita, sorprendida, y mirando

fijamente a la chica.

—Ga-li-na —recalcó el Moi.

—Perdón, no he dicho nada —añadió doña Rita, disculpándose y acercándose a la chica para enmendar su error y añadir—: eres guapísima, con esos ojos celestes, que pareces un ángel. ¿Quieres que te ponga algo de comer?
La chica elevó la mirada tímidamente para desplegarle una sonrisa de agradecido asentimiento.
—¿Te ha mordido la lengua el gato? —le preguntó doña Rita, mientras le propinaba un beso en la frente.
—Es que no sabe nada de cristiano. No habla ni papa todavía. Me la traje hace dos semanas para España —aclaró el Moi con una sonrisa y un guiño cínicos—. Y todavía no he tenido tiempo de enseñarla a hablar el cristiano. Pero da igual, cocina muy bien y limpia la casa mejor que una cristiana de las de antes (pág. 383).

martes, 2 de febrero de 2016

14. Jugando al escondite (La diosa del ladrillo, editorial Dauro)

14. Jugando al escondite

Bárbara volvió la cabeza para mirar intencionadamente el original Gaveau-Érard de media cola, del siglo XIX, en maderas nobles de cedro y caoba, que sus anfitriones acababan de comprar simplemente para sorprenderla. El piano había sido adquirido apenas un mes antes por don Casimiro que, sospechando el posible regreso de Bárbara a la familia, había pagado por él veinte mil euros a un prestigioso afinador y restaurador de antiguas joyas instrumentales de teclado. Aunque Bárbara lo había visto nada más entrar en el salón, que con la presencia del ornamental instrumento había ganado ostensiblemente en su decoración, no se había atrevido a hacer referencia alguna al respecto. Este era el momento, la ocasión de librar el fuerte deseo reprimido interpretando varios temas en tan magnífica pieza de coleccionista. Don Casimiro, animado por la mirada embelesada de su asombrada invitada, se apresuró a solicitar su música:
—Anda hija, que la boca se te hace agua —dijo preparándole la aterciopelada banqueta.
—Es toda una obra de arte —añadió con la mirada perdida—. Bello por dentro y por fuera —concluyó tras deslizar con soltura y habilidad los dedos en un vertiginoso y vivace arpegio ascendente.
En los últimos tres años su técnica al piano se había resen- tido notablemente. La agitada vida como empresaria la había obligado a detener el último tramo de sus estudios superiores de piano. Con su titulación completa de piano había alcanzado una depurada técnica, siendo capaz de interpretar obras de considerable envergadura incluso de memoria. Bárbara aspiraba a seguir avanzando hasta alcanzar un nivel de virtuosismo con las habituales seis horas diarias de interpretación de antaño; pero su imprevisto ascenso económico la había obligado a reducir drásticamente su tiempo al piano. En ocasiones solo podía permitirse tocar varios días a la semana; algo impensable un tiempo atrás. Aunque su nivel de interpretación se había estancado y mermado claramente, había procurado mantener un buen número de temas siempre frescos y preparados para ser interpretados en cualquier situación. Para salir siempre airosa, sabía que con la escasa dedicación que podía ofrecerle al piano, últimamente sólo podría interpretar temas de nivel intermedio o básico que, pudiendo ser memorizados con relativa facilidad, no la pondrían en un aprieto. Comenzó interpretando el Vals no 2 de la Suite de jazz no 2 de Dimitri Shostakovich. La ejecución resultó tan buena que hasta ella misma se sintió animada a seguir con otra pieza, pero antes de continuar, alzó la vista para mirar con ternura a Teodora, que emocionada por la música se encontraba echada contra la pared, escondida tímidamente detrás de la puerta de entrada al salón. Bárbara le hizo un gesto para que se acercase, pero justo cuando la chica iba a entrar, doña Adela la interceptó con una mirada felina:
—¿Dónde vas? ¿Es que no tienes nada que hacer?
Teodora retrocedió rápidamente, perdiéndose por el lúgubre pasillo como una trémula sombra.
—Pero mujer, deja a la chiquilla que se acerque. ¿No tiene derecho a escuchar música? —le recriminó don Casimiro visiblemente contrariado.
—¡El chocolate no se hizo para las burras! —gritó doña Adela indignada—. Anda hija tócate otra de esas que a mí me gustan —concluyó abandonando su asiento hasta acercarse a Bárbara y darle un fuerte arrumaco (La diosa del ladrillo, págs. 361-362).

martes, 26 de enero de 2016

13. Amores que matan (La diosa del ladrillo, editorial Dauro)

13. Amores que matan


"Loles quedó consternada al saber de la existencia de una grabación que recogía su intensa relación sexual con don Leocadio en la mesa de plenos del ayuntamiento. No podía dar crédito ante un acto que ella había creído auténtico y puro por parte de su efímero amante. Entró en un estado de histeria, con extrañas convulsiones que obligaron a las tres mujeres de la casa a acompañarla a un dormitorio para tumbarla en la cama y tratar allí de calmarla.
—Tranquilízate, hija, que nadie va a saber nada —le prometió doña Rita mientras le pasaba un paño húmedo por la frente.
—Nosotras nos encargamos de todo. Esa cinta va a desaparecer. Te lo prometo —añadió Carla visiblemente indignada. —Y yo que había llegado a confiar en él, incluso a quererlo

—balbució con voz empañada.

—Tiene delito que a tu edad te fíes de un tío de esa calaña

hasta ese punto —le recriminó Bárbara.

—Déjala, hija, que el amor es así. Además, algo bueno

ha quedado —añadió doña Rita.

—Habrá que ver el lado positivo. Por una vez en tu vida

tienes premio —dijo Carla desplegando una amable sonrisa y acariciándole la barriga.
—Mal rayo lo parta, so canalla. No le basta con hacerme un hijo sino que además tiene que airearlo —espetó Loles a media voz—. Pero no lo voy a perder, este ha sido el mejor regalo que me ha podido tocar en toda mi vida. Mi lotería —concluyó abriendo los ojos tímidamente. 
—Te ha tocado la lotería, por eso tienes que estar tranquila, que el décimo no se rompa ahora que tiene premio —afirmó doña Rita besándola en la frente.
Una vez que Loles logró restablecerse del sobresalto, convinieron en tender una encerrona a don Leocadio. La idea era que ella misma estableciera un acercamiento para hacerle creer que estaba enamorada y dispuesta a dejarlo todo por él. La trama no podía demorarse, puesto que don Leocadio estaba a punto de hacer más de cien copias de la grabación para mandarlas por correo a los domicilios de un buen número de vecinos cuidadosamente seleccionados. Loles empezó a verse semanalmente con don Leocadio en un hotel del centro de la ciudad. Para su marido eran visitas obligadas al ginecólogo, argumentando su avanzada edad para la gestación. En todos estos encuentros volvió a haber sexo y ambos quedaron atrapados en una intensa relación de pasión que sólo podía conducir a una enfermiza confusión. Loles llegó a perdonarle el maléfico plan que le tenía guardado con la grabación, del que ambos incluso hablaban con la tranquilidad de saber que había quedado en agua de borrajas." (La diosa del ladrillo, págs. 310-11).


sábado, 16 de enero de 2016

12. Al paredón (La diosa del ladrillo, editorial Dauro)

12. Al paredón


«El Raimundo miraba con expresión de júbilo a la apelmazada audiencia que tenía a escasos metros del estrado donde él y sus concejales, sentados cómodamente ante la mesa presidencial, esperaban dar comienzo al ansiado pleno. Los tres miembros de la oposición habían rechazado sentarse en la mesa adya- cente, con lo que permanecían sentados en la primera fila de butacas, entre los asistentes, junto a un don Leocadio con cara de pocos amigos e impaciente por provocar en la sesión la mayor ofuscación y anarquía posibles. Se acercaba la hora determinada, las ocho y media de la noche, y el Raimundo dio unos enérgicos golpes con su índice al micrófono para comprobar la disponibilidad del mismo, continuando con unos repetidos y musicales «síes» como si estuviera afinando la voz para cantar con un grupo musical. El tronido de su voz, seca y aflautada, le hizo sentirse seguro, trasladándole a sus gloriosos tiempos de concejal de festejos del pueblo, a aquellos tiempos en los que se subía al destartalado remolque agrícola del tractor sobre el que se colocaba el conjunto musical para amenizar las fiestas patronales y que él frecuentaba, tanto como encargado de dar los avisos pertinentes sobre las actividades del día siguiente como para proclamar a las reinas de las fiestas y a sus respectivas damas de honor o anunciar o notificar cualquier estupidez u ocurrencia que le hiciera subir allí arriba, sobre la chapa crujiente, para sentirse también el rey del pueblo durante los tres días de duración de la feria. Para él este acto era lo mismo, incapaz de advertir el diferente calado y su mayor trascendencia. Ahora en vez de verse en el descolorido y abollado remolque del viejo tractor, se encontraba en una tarima, en una plataforma que le sabía a pedestal y tribuna donde sólo los mejores, los más poderosos y los más importantes tenían un sitio. Él además estaba en medio; era el jefe, era el alcalde. Por fin le había llegado el día, la hora y la oportunidad de poder lucirse ante una audiencia tan multitudinaria.
—Para que luego digan que este pueblo no suena y que uno no es «nadie» —masculló al oído de su más inmediato concejal, el de medio ambiente, Telesforo, que aterido de miedo permanecía rígido como una estatua de yeso» (La diosa del ladrillo, pág. 285).